Fuiste dueño de un
corazón de fuego. Una llama capaz de arder bajo la tormenta más terrible,
cálida como una hoguera en una noche de invierno. Un alma cariñosa, impulsiva.
Tan loca, tan valiente. Tan asombrosamente viva.
En algún momento permitiste
que la chispa se apagara. Tu corazón se transformó en hielo, un palacio de fría
y aterradora belleza sostenido por pilares de silencio e indiferencia. Lo
convertiste en piedra, acorazándolo tras una muralla de distancia y olvido. Una
defensa imposible de traspasar ni derribar.
Tiempo atrás escribí
que toda yo era una frágil copa en tus manos. Una copa que no dudaste en
quebrar en mil pedazos. ¿Qué podía hacer mi pobre corazón de cristal contra la
fortaleza de un corazón de piedra? Y aun así no dudé en dártelo, a pesar de que
sabía que tarde o temprano lo destrozarías. Como también sé que aunque me diga
a mí misma que ya no me quedan lágrimas siempre hay más en los rincones de mi
alma.
Pero el cristal puede
volver a brillar. Es posible reunir cada fragmento de nuevo, aunque en el
camino queden aristas y cicatrices que nunca dejen de sangrar. La piedra
resiste a los latigazos del dolor y del tiempo, pero tarde o temprano se
desgasta, como un acantilado frente a las olas del mar, que una vez se
desmorona no puede alzarse de nuevo.
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